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Frank Jensen y su sentido musical de la libertad humana

Frank Jensen tiene el sentido musical de color. Su padre era violinista y en casa, cuando niño, le oyó muchas veces ensayar y preparar conciertos. Ello indica, en principio, una posible predisposición para establecer armonías, pero no lo es todo. Cada persona es libre para elegir el camino que más le apetece si le dan oportunidades para ello; incluso dispone de una voluntad incipiente que, si la cultiva, le permite acercarse y llegar a aquello que se propone conseguir. Pero no siempre es así, pues también pueden torcerse las inquietudes primeras e ir hacia actividades profesionales que poco o nada tienen que ver con lo parecía lógico.
Quedamos, pues, en que Frank Jensen podía tener una innata predisposición para la armonía y que el contacto familiar con la música se la educó de manera inconsciente. Pero nunca quiso ser músico y la pintura como medio de expresión le llegó más tarde, cuando ya había abandonado sus primeras aficiones. Porque en principio quiso ser arquitecto; luego estudió en la Escuela Náutica de su país natal, Dinamarca, y durante seis meses navegó en el buque carguero “Labrador”, con el que fue a Escandinavia, Brasil, Argentina y otros países de Suramérica; se cansó de las largas estancias en el mar, entre puerto y puerto, y optó por estudiar la carrera de Económicas; trabajó con eficacia en una empresa de tele marketing y llegó a ser dueño de la misma. Se convirtió, sin casi darse cuenta, en un exitoso empresario. Aunque ya no era marino, todo le iba viento en popa, hasta que sintió en su interior que aquello no le interesaba. Deseaba ser únicamente persona y optó por marchar a la aventura, por desplazarse al sur de Europa en busca de sol y de amistades más sinceras. Viajó por los canales de Francia y llegó todo lo cerca que pudo de la frontera pirenaica. Luego se trasladó a Barcelona y supo de Sitges, que es donde actualmente vive.
Su existencia anterior resultó agitada en los años de juventud y primera madurez, junto con largos periodos de aburrida atención a los negocios. Pero nunca le falló el sentido de ritmo y siempre tuvo conciencia de que la libertad buscada tenía que ser armónica. Como lo eran las composiciones que oía ensayar a su padre, el cual llegó a tocar en la Filarmónica de Copenhague; como las advertencias que le hacía su madre, persona exigente pero equilibrada; o como en la primera escuela, muy cercana a la casa en que vivía, pintada de azul cielo, donde empezó a dibujar en una clase en que la maestra daba libertad a los alumnos para elegir entre los libros que había y, según el que escogieran para leer, procuraba orientar sus respectivas capacidades imaginativas.
Frank Jensen, nacido en Salten, Dinamarca, el 26 de junio de 1956, sabe lo que es un pequeño pueblo como aquel, donde estaba la casa de su abuela, con solo 300 habitantes. Luego, la familia, compuesta por los padres i tres hijos, de los que él fue el segundo, se trasladó a Copenhague. Estuvieron en un barrio en el centro de la ciudad, principalmente habitado por obreros. Ello le hizo conocer también lo que significa, sea cual sea la sociedad en la que se viva la lucha por los derechos laborales y le amplió su sentido de libertad.
Porque, aunque no lo supo a ciencia cierta hasta que decidió abandonar todo lo que tenía y pasó por multitud de problemas, tanto humanos como económicos, Frank Jensen sentía la necesidad de ser intérprete de la libertad, de experimentar con los cinco sentidos lo que es la vida para el ser humano. Volvió a empezar de la nada e hizo del dibujo ilustrativo su primer instrumento de comunicación, que le llevó a la plenitud cuando pudo expresarse como pintor.
La música de los colores que se combinan entre sí ya no fue sólo armonía, sino un modo personal de afirmar las libertades propias y ajenas. Todo lo que inconscientemente aprendió en la vida – Salten con sus pocas casas; Copenhague son su escuela azul; la voluntad arquitectónica; la mirada que indaga entre el cielo y el mar cuando el barco surca la inmensidad de las aguas; las tensiones del mundo empresarial; las dudas en el camino hacia la felicidad…- fue estructurándose en los lienzos sin necesidad de poner figuras que ayudaran a concretar los sentimientos.
A Frank Jensen le basta con el color que avanza desde dentro de la tela, que se empapa de lo que advierte en el exterior y vuelve, enriquecido, a perfeccionarse en lo interno. No necesita decir lo que siente y sabe, sino que precisa del contacto con los demás. Lo busca de una manera sutil y con generosidad participativa. En cado obra pone mucho de sí – todo lo que puede – pero sin imponerse. Tiene la voluntad expresa de dialogar con los sones que hay implícitos en sus colores. Entre ellos sus preferidos son el negro – resumen de todos los demás – y el rojo, que para él comprende todas las libertades que hay en las intensidades de sol y en el latir de la sangre que el corazón bombea incesantemente.
La pintura de Frank Jensen es la expresión de una persona que ha llegado a encontrarse. Pero no significa un final, sino la constante perfección en la voluntad de sentir. La renovación que experimentó su vida gracias a la valentía que tuvo en cambiarla, ha hecho que sea un artista joven que se ha situado en la madurez expresiva al saber aprovechar lo mucho que lleva dentro, junto con lo que le aportamos los demás. Decididamente libre, no se niega a la duda sobre todo lo humano, pero goza con la alegría que le produce cada descubrimiento. Sabe que cada cuadro es una aventura que debe vivirse con el máximo de intensidad, pero que en modo alguno se agotan en él las posibilidades. Bien al contrario: las exigencias de cada obra le dan fuerzas para la siguiente.

Josep M. Cadena



Retratos del alma

La pintura es para Frank Jensen un refugio privilegiado para expresar sus emociones, sus angustias y todo aquel mundo interior que las palabras no consiguen hacer aflorar a la luz del día. El trasfondo de sus cuadros, que podemos definir a primera vista como abstractos, se inspira en las vivencias personales del artista y en historias humanas que han dejado profunda huella en su conciencia. Estamos ante una pintura esencialmente lírica, pero de un lirismo sutil y refinado, que tamiza el impacto de las emociones y la fuerza de los sentimientos.
Reunidos bajo el título de “Retratos”, los cuadros del danés Frank Jensen se caracterizan por una gran contención, tanto en la manera de matizar los colores como en la forma de resolver la composición. El artista no esconde aquí su admiración por la pintura mental y sensible de Mark Rothko, ni tampoco por la abstracción postpictórica de Ad Reinhardt, dos pintores que indudablemente le han marcado a la hora de definir su lenguaje pictórico.
Frank Jensen intenta recuperar en sus obras aquella obsesión por plasmar el sentido trágico de la vida, el drama latente de la existencia humana, recurriendo para ello a una pintura intimista, que se nutre de las tensiones internas, de los deseos o de los conflictos personales. Un mundo oculto, atrapado en el fondo del alma, y que se expresa aquí mediante un interesante trabajo de las texturas y una sabia elección de los colores.
Al mismo tiempo existe en su trabajo una voluntad de no dejarse arrastrar sólo por el impulso emocional, tomando cierta distancia frente a la espontaneidad de las vivencias. Cada cuadro de Jensen no es fruto del azar, sino de una larga meditación y de un esfuerzo continuo por configurar una estructura sólida al conjunto de sus telas, mediante la organización de los diferentes campos de color. Es en este aspecto que se acerca a la geometría de los cuadros de Ad Reinhard, aunque sin perseguir su frialdad desapasionada. En estos “retratos del alma” Frank Jensen ha conseguido conciliar dos mundos a menudo antagónicos, el del rigor de la reflexión sobre el hecho pictórico y el de las pasiones humanas. Sin embargo, no olvidemos que, por su naturaleza irracional, son estas últimas, las que dan vida y autenticidad a su creación.

Marie-Claire Uberquoi



Islas perdidas o utopías

La exposición que el artista danés Frank Jensen presenta este verano en la galería de arte Can Marc de Begur es un paréntesis que arrastra al espectador, cada vez más desacostumbrado, hacia aquel espacio de la propia reflexión donde las ideas, libres de las relaciones que las encadenan, llegan a ser la auténtica sustancia de la representación.
A Jensen, que desde hace casi diez años podemos ver en Cataluña, lo conocemos por un tipo muy particular de cartografía pictórica que tiende a la serenidad, a la calma o, en última instancia, a la abstracción de raíz emotiva. Estos adjetivos referidos a su trabajo son aplicables, de hecho, a buena parte de la abstracción “pura” que practicaron desde la década de los cincuenta artistas como Barnett Newman, Ad Reinhardt o, aún más, el inalcanzable Mark Rothko; así mismo, y señalando la primera coincidencia importante –se trata de coincidencia, sólo esto- entre la obra de Jensen y Rothko, hay que notar como sus paisajes aéreos, realizados a través del vuelo de algún pájaro que desafía la pátina nebulosa con la agudeza de su mirada, reproducen zonas de color siempre aisladas. La indefinición de los límites –en el caso de Rothko- o su severa geometrización de las formas –abundan en la obras de Jensen- son iénticas fronteras que definen el inequívoco carácter utópico de los mundos representados.
Hablemos de lugares como la isla mítica del Hiperboris o de la Ciudad del Sol de Tommaso di Campanella: lugares que, perdidos en la inmensidad –del mar o del desierto- hay que proteger para evitar la segura destrucción. La utopía, el no-lugar-más allá de las perversas reformulaciones que han hecho las ideologías- es para el arte la condición que hace posible la autonomización absoluta del espacio y del tiempo. No hace falta decir cual es la tragedia de estos mundos de formas aisladas: más allá de la temporalidad, su realidad es pura suspensión que se estrella, sin ninguna clase de salida alternativa, con la realidad de un mundo que sucumbe al enfebrecido dinamismo propio de la modernidad. Del no-lugar y del no-tiempo a la falacia tecnológica de “a todos los lugares con simultaneidad del tiempo”. Pero Frank Jensen va má allá. A parte de las amplias zonas-islas de color, el artista de Dinamarca establece mínimos puentes con apariencia de flagelo espérmico o señales que, sin llegar a la violencia de las perforaciones de Lucio Fontana, erosionan el complejo juego de veladuras. Estas señales son, quizá, como las ruinas de alguna Troya que el arqueólogo experto intenta recomponer: finalmente, sólo señalan la presencia exacta de aquello que ya nunca podrá ser recuperado. Al fin y al cabo, ésta es la función última de toda simbología. El dilema de Shcliemann –es aquel pobre visionario que traicionó vilmente la memoria de Homero- tiene plena vigencia.
Por último, se hace indispensable valorar la estricta realización de los trabajos de Frank Jensen: sin adentrarnos en aspectos formales obvios, sus obras recuperan el alma del color (como hacía Klein) en un proceso que se adivina lentísimo y de minuciosidad extrema; como en las degradaciones perfectas de los cielos toscanos de Donatello o d’Antonello de Mesina, la luz se modula ofreciendo al ojo, posiblemente, una de las más sutiles experiencias perceptivas. En este sentido, las obras de Jensen sólo existen plenamente en riguroso directo.

Edual Camps, crítico de arte

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